jueves, 30 de abril de 2009

Como ramita llevada por la corriente


Como ramita llevada por la corriente
Acostumbro últimamente a pasear por la orilla de un río cercano a mi casa. No es el Pisuerga, como bien pueden pensar ustedes al situarme en Valladolid. No. Es el río “ La Esgueva”. Sí, en femenino. Curioso lo sé, de hecho dicen que es el único río de España con nombre femenino, quizá porque etimológicamente, se cree que desde antiguo, “ esgueva” significó “ alcantarilla”. Sea como fuere, este pequeño río nace en Peña Cervera, en la Sierra de la Demanda, muy cerca del Monasterio de Santo Domingo de Silos, y desemboca en Valladolid, precisamente, y esta vez sí, en El Pisuerga.
Tengo la tremenda suerte de no vivir muy lejos de esa desembocadura, circunstancia que me permite disfrutar del hermoso y calmado discurrir del agua con esa magia que solo la naturaleza es capaz de conjugar para agudizar nuestros sentidos y, a menudo, también abrir nuestro espíritu.
Una de esas veces fue no hace mucho. Era domingo y el sol primaveral otorgaba a la naturaleza un esplendor especial.
Decidí caminar hasta la desembocadura de “ La Esgueva” por una de sus orillas.
Mientras caminaba, me iba fijando en el brillo del agua; centellante y verdosa por ese natural contraste que provoca el reflejo del cielo y el sol en las aguas algo profundas. Era algo hipnotizador. Veía fluir el agua con ese sonido envolvente y a la vez rítmico chapoteando en mis oídos y sentía que armonizaba con la naturaleza. Me sentía a gusto. Pero ocurrió que, en esa abstracción momentánea, algo de repente se coló en mi retina juguetonamente. Al principio, no supe bien definir qué era. Flotaba en el agua y giraba hacía un lado y hacía otro como una culebrilla. Pero, al fijarme mejor, enseguida supe lo que era: una ramita de árbol, delgada y ligera dejándose llevar por la lenta corriente. El agua, tan pronto la elevaba, como la llevaba hacía un lado u otro hundiéndola por su parte más fina. Pareciera que la ramita se dejara mecer por el agua al tiempo que mantenía un pulso con la corriente para que no la dejara varada en la orilla y pudiera continuar su recorrido por el cauce.
Durante unos cuántos metros, decidí aminorar el paso e ir al mismo ritmo que discurría la ramita por el río. Un ritmo lento y sereno, como si no hubiera ninguna prisa por llegar a alguna parte. Pero llegó un momento que, mis pasos, más bien daban la sensación de cansancio en lugar de serenidad y se me ocurrió iniciar un juego: decidí que esa ramita sería “ mi ramita” hasta la desembocadura pero en lugar de seguir su ritmo, iría al mío y esperaría allí a que llegara para verla terminar su recorrido por “ La Esgueva”.
Y así lo hice, aunque lo cierto es que, a lo largo del recorrido, vi otras muchas ramitas que pasé igualmente de largo, algo que me llevó a cuestionarme seriamente sí sería capaz de reconocer mi ramita entre todas aquellas que estaba dejando pasar mientras la corriente las llevaba. Pero me dije que debía confiar en mi memoria, o más bien, en esa capacidad de observación que a menudo se pone en práctica cuándo algo llama nuestra atención y se nos presenta como diferente o singular.
Con estos juguetones propósitos, llegué finalmente hasta la boca de la desembocadura. Un lugar que a mí, en particular, me invita a la contemplación ensimismada del agua y su fuerza liberadora. Situarse en el puente de la esclusa y ver pasar el río bajo tus pies hasta precipitarse en un gran salto para deslizarse después por los escalones de piedra hasta El Pisuerga es, cómo les diría, como si tu quisieras ser esa agua y deslizarte también, zambullirte a pesar de la rapidez, del torrente, de la tremenda fuerza que desarrolla la inercia de esa agua, pero a la vez sintieras miedo de caer, de no ser capaz de emerger y ponerte a salvo. Una extraña atracción que al final te hace caer en la cuenta de lo hermosa que es la naturaleza y lo pequeños que somos ante ella.
Y así, con esta contemplación, esperé a “ mi ramita”. El agua brillaba aún más si cabe por los caprichosos rayos del sol. Veía pasar ramas, palos, trozos de pan que la gente suele tirarles a los patos que nadan río arriba, sin que mi ramita hiciera su aparición. Dudé nuevamente de qué pudiera reconocerla, pero aún así no quise irme de allí. Mi voluntad se empeñaba en esperar apoyada sobre el puente de la esclusa, se resistía a rendirse. Necesitaba saber si llegaba o no hasta el final.
Esperé más o menos veinte minutos hasta que, finalmente, la vi flotando en el agua. Era mi ramita, sí. Delgada y larga, tal y como recordaba haberla visto, sólo que ya no culebreaba ni giraba sobre si misma mecida por la corriente. Iba enfilada y rápida, yo diría que jubilosa, como si supiera que se acercaba el gran salto final de La Esgueva para llegar al gran Pisuerga.
Corrí hacía la otra barandilla del puente para verla saltar y deslizarse por los cinco escalones de piedra, pero no me dio tiempo a verla saltar. Fue más rápida que mi retina. La ví después, sumergida entre la espuma revoltosa del agua para luego acariciar las piedras escalonadas y llegar hasta ese otro discurrir mucho más grande y caudaloso dónde, seguramente, continuó su viaje hacía alguna parte.
Y fue entonces cuándo, esa metáfora en que se había convertido ese juego con la ramita, me enseñó lo que de alguna manera ese día y en ese paseo debía ser aprendido.
Mi ramita, había discurrido por el río dejándose llevar por la corriente aunque algunas veces parecía hacer amagos de revelarse. Pudo quedarse varada en algún tramo del río y no llegar a ese final tan trepidante al que le llevó la propia voluntad del río con su corriente. Pudo hundirse y quedar enganchada en el fondo entre las algas y las piedras o incluso quebrarse y llegar a la desembocadura hecha añicos, sin embargo nada de eso ocurrió: llegó hasta el final. Y he aquí la enseñanza que entendí debía servirme de ejemplo: mi ramita llegó hasta la desembocadura porque de alguna manera, se adaptó a las condiciones del propio río y las aceptó. Su recompensa: un nuevo horizonte abierto, un río aún mayor por el que continuar discurriendo.
Y me dije: yo soy como esa ramita. Fluyo por la vida igualmente a través de un figurado río. No sé dónde desembocaré, sin embargo, sé que tengo que dejar que la vida me lleve, que Dios me lleve. A ratos me revelo, quiero poner mis condiciones y culebreo, le echo un pulso a la corriente pero, en el fondo sé que soy frágil, vulnerable y que puedo quebrarme cuándo los elementos son más fuertes que yo, máxime cuándo no quieren hundirme sino ayudarme a fluir.
Y, de todo esto, llegué a la conclusión que, figuradamente, Dios, es nuestro río y nosotros, cuán ramitas llevadas por su corriente y que, por tanto, debemos confiar y adaptarnos a su voluntad para fluir hacía ese gran proyecto que tiene pensado para cada uno de nosotros.
Puede que cuándo lleguemos a ese gran proyecto, lo intuyamos igual que la ramita al llegar a su Gran Salto, y nos dispongamos a recibirlo jubilosos y con fuerzas renovadas para llevarlo a cabo. O puede que ya lo estemos llevando a cabo o que ya estemos viviendo en plenitud discurriendo serenos. Cada cual como se vea a sí mismo. De cualquier forma, eso fue lo que aprendí, o mejor dicho, lo que me demostró “ mi ramita” a merced de “ La Esgueva”. Una hermosa metáfora de vida. Una lección natural que poder trasladar a cada uno de nosotros.
La naturaleza, es sabia. Y, a menudo, también...un buen ejemplo.
Si alguna vez ven una ramita a merced del agua, fíjense en ella. Quizá les enseñe alguna cosa más, pero lo más probable es que les demuestre que ella, al igual que ustedes, fluye como y hacía dónde Dios quiere. Y que revelarse es tal vez, la forma más rápida de quedarse varado.
Pilar Martinez Fernandez.

sábado, 18 de abril de 2009

Pasión Vallisoletana







Reportaje publicado en la revista Turyvin http://www.turyvin.es/

Pasión vallisoletana

Cuenta una leyenda que a Gregorio Fernández, el gran imaginero castellano, le sucedió algo singular cuándo terminó la escultura “ El Cristo atado a la Columna”; mirando hacía el Cristo, éste le preguntó: - ¿ Dónde me viste que tan bien me retrataste?, a lo que el escultor respondió: - En mi corazón, Señor.

Ciertamente, la imagenería castellana si algo tiene es un realismo espiritual sobrecogedor. Contemplar las imágenes que representan la Pasión de Cristo en las procesiones castellanas, es ver sin mucho esfuerzo la personificación de todos y cada una de las estaciones dolorosas que soportó en carne propia Jesucristo. La resignación, la pena, el sufrimiento, el dolor, el desaliento, la extenuación y, naturalmente, la muerte. No es extraño pues que, aquellos escultores que tuvieron el encargo de representar la Pasión de Cristo a partir de simple y sencilla madera, sintieran en cierto modo en su interior una luz divina e inspiradora que les llevara a crear lo que, para los creyentes e incluso para los no creyentes, debía ser la imagen artística y espiritual del hijo de Dios.

Cabe pues detenerse en la Semana Santa vallisoletana como un claro ejemplo de esa simbiosis casi perfecta entre imagen y espiritualidad.
No es la única que posee imágenes conmovedoras de la Pasión en Castilla y León, como tampoco es la única que goza de una calidad artística en sus tallas. Ciudades como Zamora, Salamanca, Palencia o León, o mismamente poblaciones como Medina de Rioseco o Sahagún de Campos, también cuentan con procesiones y pasos de gran calado artístico y monumental. Sin embargo, sí puede decirse que, Valladolid, en su solemne manera de representar la Semana Santa, reúne el mayor número de pasos procesionales, hasta un total de 52, entre los cuales pueden verse desde Vírgenes como la Veracruz, la Quinta Angustia o La piedad, hasta la figura de Jesucristo en todos y cada uno de los episodios tristes de su Pasión y Muerte, representados en un total de 32 procesiones por las céntricas calles de la ciudad, siendo la más importante y la que obtiene la catalogación de “ interés turístico internacional” la de Viernes Santo, conocida como “ Procesión General de la Sagrada Pasión del Redentor”, en la que se procesionan un total de 32 pasos y dónde salen todas las cofradías.

La sobriedad y seriedad, así como el silencio, sobrecoge a propios y a extraños en las procesiones vallisoletanas. Una atmósfera de fervor flota en el ambiente. Los sentidos se agudizan; la vista busca la imagen entre las largas hileras de cofrades. El oído escucha las cornetas y tambores anunciando la inminente llegada del paso mientras que el olfato enseguida detecta el sutil olor a incienso y a flores. Todo se conjuga para sorprender al que contempla, al que espera que llegue a su altura esa figura o figuras monumentales y poder verlo todo más de cerca, con más detalle. Miradas, expresiones, proporcionalidad, realismo...

El rigor castellano a la hora de proyectar su sentir durante las procesiones de Semana Santa sigue la línea que le marca su propio carácter, algo que contrasta en cierto modo con la Semana Santa andaluza, pero no por ello renuncia a la exaltación de la fe. El sentimiento va más por dentro, más en la intimidad aunque todo es poco a la hora de adornar las carrozas con lechos de flores, lirios, claveles, sobre todo rojos y blancos, gladiolos...además de darles la iluminación precisa y estudiada para realzar las imágenes en la noche.

En andas

Durante algún tiempo, en Valladolid se impuso llevar los pasos sobre carrozas con ruedas al reducirse de manera considerable el número de cofrades. Hoy, poco a poco se va recuperando la tradicional manera de llevar los pasos en andas, sobre todo en procesiones nocturnas.
Concretamente en la procesión de El Encuentro del Martes Santo, con la Virgen de las Angustias llegando por un lado y el Cristo camino del Calvario por otro, el efecto óptico que produce verlos llegar y caminar luego a la par el uno junto al otro, dota a la procesión de un realismo tan singular y a la vez tan emotivo que, quiénes abarrotan la Plaza Santa Cruz para ver ese teatralizado encuentro a hombros de los cofrades, quedan sobrecogidos y conmovidos con lo que ven.
Parecieran caminar entre la muchedumbre hacía un lugar figurado en el que, finalmente, Madre e Hijo tendrán que separarse de nuevo.


Con faroles y velas

Tampoco se renuncia a lo que bien podríamos llamar la luz tenue y esperanzadora de la Semana Santa.
Con orfebrería y metales nobles escrupulosamente trabajados, las procesiones nocturnas logran tener esa iluminación necesaria para conseguir si cabe aún mayor recogimiento y sobriedad. Las carrozas se franquean por los cuatro costados de farolillos con velas encendidas o bombillas mientras que los cofrades y manolas portan en sus hachones un pequeño cirio que procuran mantener siempre encendido durante todo el recorrido de la procesión como “ hermanos de la luz” que son mientras caminan a la vera de sus pasos titulares.

Cornetas y tambores

Situados casi siempre en los primeros tramos de la procesión y de sus respectivas cofradías, la banda de cornetas y tambores va anunciando lo que está por llegar. A su paso hacen vibrar y casi ensordecer a la concurrencia con sus redobles y sones. Son también quienes marcan el paso a los cofrades mientras procesionan. Pasos largos pero pausados, simulando un pequeño vaivén en el caminar para dar más solemnidad al acto.
Tanto para la percusión como para tocar la corneta, no se precisan estudios musicales. Sí se precisa, en cambio, un exhaustivo aprendizaje que necesita de muchos ensayos. Nada más terminar la Semana Santa, las bandas de las cofradías empiezan de nuevo sus ensayos para perfeccionarse y hacerlo aún mejor al año siguiente. Como ejemplo, sirva el de la banda de la cofradía de El Cristo de la Preciosísima Sangre de la iglesia vallisoletana de La Antigua. Sus componentes ensayan todos los días del año de lunes a viernes. Sin duda todo un sacrificio y constancia alimentado por el más encomiable fervor. Por eso, cuándo alguna procesión se suspende por la climatología, como ha sucedido varios años con la procesión General de Viernes Santo, la más esperada y especial para los cofrades vallisoletanos, la pena y hasta las lágrimas afloran por tanto trabajo y sacrificio que no puede ser manifestado ni ofrecido. Todo les parece que ha sido en vano, pero aún así, en cuánto todo acaba, se continúa. La ilusión renace de nuevo para la siguiente Semana Santa.

Capuchones y manolas

Pertenecer a una hermandad es en muchos casos, además de un acto de fe, una tradición familiar que suele aglutinar varias generaciones. La condición previa e ineludible para ser cofrade es estar bautizado. Posteriormente se hace el acto de imposición de la medalla que suele hacerse después de que la Junta de Gobierno de la Cofradía aprueba la solicitud de ingreso. Se hace efectivo ese ingreso en el trascurso de una ceremonia litúrgica dónde además de imponer la medalla como cofrade o como hermanas de devoción ( manolas), se inscriben en el libro de cofrades o hermanos.
En Valladolid hay un total de 19 cofradías. Las primeras fueron las conocidas como “ históricas”: Vera Cruz, Angustias, Piedad, Sagrada Pasión y Jesús Nazareno, que nacieron de los conventos dónde inicialmente se comenzaron a celebrar las primeras procesiones. Ya en el siglo XV empezarían a salir por las calles vallisoletanas fundándose seguidamente en los siglos posteriores todas las demás.

En Castilla y León, esta última Semana Santa se dice que han salido en procesión 100.000 cofrades, de los cuales 25.000 pertenecen a la capital castellano leonesa, Valladolid.
Cuando una ciudad aglutina tantos “ capuchones” y “ manolas” de tan diferentes edades cabe preguntarse qué es lo que hace posible tanta implicación en algo de carácter religioso en unos tiempos dónde precisamente el laicismo, el agnosticismo e incluso la apostasía se está haciendo sentir en la sociedad. De igual manera, cabe preguntarse qué es lo que hace que la Semana Santa en general, y la vallisoletana en particular, se siga promocionando y proyectando cada año y congregando a tanta gente para ver sus procesiones.
Para algunos, sólo es una cuestión de tradición. Para otros, una costumbre. Para los que lo ven con escepticismo, una manifestación cultural muy bien adornada con el arte que, turísticamente, ofrece interés, negocio y beneficios.
Para muchos cofrades, es sinónimo de promesa, de penitencia, de compromiso cristiano, en definitiva, de pura y efervescente fe.
Quizá tener en Valladolid esas bellas imágenes nacidas del corazón mismo de sus imagineros castellanos, es lo que realmente hace posible que tantos cofrades “ capuchones” y “ manolas” quieran acompañarlas.
Lo que no cabe ninguna duda es que, ese retrato que vio Gregorio Fernández en su corazón del hijo de Dios, puede verse en la Pasión vallisoletana. Mirar cada uno de esos retratos, es ver rostros que invitan al silencio, el mejor modo, según dicen los cristianos de escuchar a Dios y de ser escuchados.
Sea como fuere, vale la pena contemplar esas miradas y dejarse embriagar por el silencio. Como bien se dice, en el silencio medita el sabio y, ciertamente, nunca se sabe qué podemos terminar descubriendo. Cabe la posibilidad de ver algo más junto a la sublime manifestación artística popular y religiosa.


Texto y reportaje gráfico: Pilar Martinez Fernandez.

Abril 2009.









jueves, 16 de abril de 2009

Pozuelo de la Orden











Reportaje gráfico: Rocío Escudero Ferreras.

Pozuelo de la Orden ( Valladolid)

Población: 69 habitantes.
Comarca: Tierra de Campos.
Situado, según Madoz, en un llano con buena ventilación.
Distancia a la capital: 53 kilómetros.
Gentilicio: Pozolusco/a.
Actividades principales: Agricultura y ganadería. Trabajadores en la hostelería de localidades próximas.
Dentro del término municipal de Pozuelo de la Orden y en el teso de La Magdalena se cree que existió un antiguo castro. A finales del siglo XI ya se mienta el lugar de “Pozolo” en la documentación histórica.

Pozuelo y Rocío.

Como le prometí a mi amiga Rocío, su particular relato de
" amor", tiene aquí su espacio. Pozuelo, no es el burrito, aunque su pasión por estos animalitos es también sabida por quienes la conocemos. En realidad, Pozuelo es su querido pueblo, el lugar del cúal guarda sus más entrañables recuerdos de infancia y dónde sigue pasando temporadas siempre que puede con su familia.

Os recomiendo la lectura de este pequeño relato porque está escrito desde el corazón. Es muy posible que algunos de vosotros incluso os sintaís identificados con su manera de sentir y querer a su pueblo; con la caricia de los recuerdos, de los buenos momentos vivídos, de los descubrimientos...

Yo le he prometido a Rocío que iré a conocer su pueblo. De momento, y para abrir boca, su relato y algunas de sus fotos.



Ven a Pozuelo y cuéntalo

Se dice que no crees en una cosa hasta que la ves o la tocas. Pues bien, esto es lo que pasa con Pozuelo.
Muchos dicen que Pozuelo es un pueblo pequeño, vacio, muerto, en fin lo típico, pero lo que no saben es lo que hay dentro. La gente que por casualidad pasa con el coche camino de la autovía o de otro pueblo, pasa por allí y lo único que ve son casas de adobe o ladrillo, cuatro columpios y unas cuantas calles que salen de la carretera principal. Se consuelan al ver que hay un bar y seguro que piensan que dentro habrá otros dos o tres. Pero esta gente como ya he dicho es gente de paso y seguramente no se hayan parado nunca a pensar en lo que puede tener ese pueblo de interesante por dentro. Para ellos es solo un pueblo de paso, un pueblo en el que no gastarían ni un segundo de su viaje en pararse a ver como es. No saben lo que se pierden.

Yo no nací allí, pero sé que desde el primer año de mi vida he pasado veranos, fiestas y fines de semana disfrutando de su aire.
Desde pequeña, o por lo menos desde que me llega la memoria puedo plasmar recuerdos estupendos de mis días allí. Puedo recordar el último día de colegio y desear que llegara ya el cumpleaños de mi hermana, porque sabía que después de ese día llegaba el viaje más anhelado de todo el año “las vacaciones en el pueblo”. Bajar desde casa de mis abuelos con las maletas, llenas de ropa y zapatos, con los pájaros, con las plantas y sobre todo con la cinta para el coche. Esa que siempre quería poner para ir cantando y mi abuelo decía “espera a que entremos en la carretera”. Después de un largo viaje (son 63 Km pero a mí me parecía una eternidad) por fin llegábamos y allí empezaba otra vida diferente, de película.
Un día en Pozuelo podía ser rutinario si tu querías.
- Podías levantarte a desayunar o podías saltar de la cama rápidamente para no perderte las series de la temporada de verano.
- Podías salir al patio o podías montarte un restaurante con un menú de barro y hojas.
- A eso de la una podías ir a por el pan o podías esperar en una esquina a ver si oías la furgoneta de Iván (el panadero) o del “blanco” (el otro panadero) mientras contabas el dinero para una chapata y una rosca.
- Por la tarde podías amargarte haciendo los deberes de verano o podías pensar -a ver si acabo pronto las “Vacaciones Santillana” y me voy con la bici-.
Después de esto la cena y a dormir. Je, je esto solo cambia cuando ya eres un poco más mayor.

Esto era el verano. Para muchos un completo aburrimiento, pero para otros una aventura cada tarde.
Seguramente para muchos de los paseantes que alguna vez han estado por allí, solo hayan visto casas, lagunas, unas plazas y cuatro cosillas más. Pero para alguien al que de verdad aprecia este pueblo, estos sitios no son simples lugares, cada sitio tiene su pequeña historia, alguna seguro que coincide pero todas son preciosa o importantes para quien las vivió.
Para mí, que soy la que escribe ahora, algunas de las historias que nunca olvidaré son:
- Los paseos a la “laguna de los arboles”, con sus peligros y la búsqueda de secretos en la copa de los árboles. Con sus correspondientes avisos de padres, tíos y abuelos como: “no te acerques a la manilla” o “ten cuidado con el pozo”. Seguro que a más de uno le suenan.
- La iglesia vieja, llena de historias de miedo, de intriga por ver si por fin podíamos ver las tumbas de los curas o la huesera, o de estar las chicas del grupo mirando como “dos locos” competían por ver quién llegaba a lo más alto de la torre.
- La plaza de la cotana en la que desde niños jugábamos al futbol, bailábamos y nos contábamos los más íntimos secretos.
- La parada del autobús “La Moncloa” para muchos. Este lugar daba tristezas y alegrías a raudales cuando veíamos ir y venir los coches de nuestros amigos y familiares y que tantas veces no sirvió también de cobijo para tormentas y escondites.
Otros lugares se pueden calificar ya de aventuras de alto riesgo. Vete tú sin pedir permiso a Cotanes o Cabreros y como te pillaran ya estaba armada la gorda. O acércate a Santa Ana por la noche (si tienes…..).
En fin un montón de lugares que dan un montón de historias que a lo largo del tiempo han ido cambiando la temática, desde ir a la manilla a por agua, hasta ir a la manilla a pasarte juegos de la “Nintendo DS”, pero que a cada persona le servirá de recuerdo para su cabeza.

Por eso yo invito a toda la gente, de fuera y del mismo Pozuelo a que pasen un día allí y descubran sus propias historias. Pueden encontrar desde el primer beso, hasta la dificultad de encontrar un sitio para hacer la “peña” (con la de casas viejas que hay), pasando por carreras de bicis, paseos eternos descubriendo lugares que ni te imaginabas que estaban allí, conversaciones con la gente del lugar o simplemente sentarte en el medio de una tierra y escuchar la nada y tus pensamientos.

Este es mi pueblo y esta es mi opinión sobre él. Seguro que hay gente que piensa que es todo lo contrario, pero seguro que también hay una gran mayoría que comparte mis historias, e incluso que las ha vivido como yo. A estos últimos les animo a que descubran historias nuevas y que compartan las viejas con amigos, o con sus propios hijos, que les hagan ver desde pequeños que Pozuelo no es solo un pueblo de paso, sino un pueblo para quedarse. Y a los que no piensan como yo les invito una vez más a que intenten descubrirlo un poco más que como dicen en las películas “lo bueno esta en el interior”.

Ya para finalizar solo recordar una frase que alguien dijo una vez “Pozuelo es mágico”, pero esta magia solo la podrás comprender el día en el que volviendo a tu casa des la vuelta a la cabeza para ver cómo te alejas y en ese instante una lágrima recorre tu cara mientras en la cinta del coche suena la canción “El final del verano llegó…….”

Rocío Escudero
Ferreras

A capela...

Un video chulísimo de un grupo que hace música sólo con sus voces. Gracias, Armonía. Tenías que ser tú la que ofrecieras " música" a este espacio haciendo honor a tu nombre.

lunes, 13 de abril de 2009

Manolas y cofrades vallisoletanos




Laura y Lucía, cofrade y manola de la cofradía del Cristo de la Preciosísima Sangre ( Iglesia de La Antigua, Valladolid).

Para Laura, la Semana Santa 2009 ha sido su estreno como cofrade. Lucía ya va siendo más veterana. En cuánto a Gonzalo....no sé...quizá al año que viene.

Ay que murallas tan altas....



Desde las murallas de Coca ( Segovia), se contempla al fondo el bonito castillo que más bien parece sacado de cualquier cuento infantil. Armonía y yo, en otra de nuestras rutas aventureras por tierras castellanas.

Todos los caminos conducen a Roma....







Es verdad eso que dicen: a Roma, por todos los caminos se llega. Aunque, también suele suceder que por el camino, algo se le parezca y nos topemos con una casa romana y sus habitantes. En Almenara- Puras ( Valladolid), existen unas ruinas romanas donde se pueden encontrar mosaicos y cimientos de casas dónde estuve asentado un núcleo romano. Tambien se ha hecho la recreación de una casa romana, con sus habitaciones, termas, mobiliario, utensilios y vasijas, ungüentos y perfumes... y dónde algunas veces se hacen teatralizaciones para mostrar al visitante una escena cotidiana en la vida de aquellos que en su diferenciación entre señores y esclavos, marcaron una época y todo un estilo de vida.
Entre las muchas sorpresas que nos pueden aguardar si nos decidimos a visitar esta plaza romana en Almenara es que, de pronto, un esclavo romano, asombrado por esos artilugios del siglo XX, quiera inmortalizarse a través del objetivo de nuestra cámara de fotos. Eso sí, al grito de ¡ Patatus !



sábado, 4 de abril de 2009

Una imagen, un sentimiento



Cristo de La Humildad ( Semana Santa Vallisoletana)

Articulo publicado en la revista " Iglesia en Almódovar" Nº 219

Siempre, en mi imaginación, Jesúcristo se me ha presentado con una imagen muy concreta. Largo cabello, barba sedosa, rostro sereno y muy atlético. Quizá lo imaginé siempre así porque de alguna manera influyeron todas esas imágenes en cuadros y esculturas que he visto a lo largo de estos años. Vivo en una ciudad dónde, precisamente, la imaginería castellana sale a la calle en Semana Santa en procesiones, algo que sin duda me lo ha puesto aún más fácil a la hora de admirar y embelesarme con esa imagen de Jesucristo a pesar de la congoja que siempre me ha producido ver representada la Pasión en todos los pasos procesionales.
Pero, lo cierto es que, después de realizar unos ejercicios espirituales, la figura de Jesús en mi interior ha tomado un cariz más profundo. Esa imagen se ha transfigurado, tal vez incluso pueda decir que la he humanizado para sentir a Jesús aún más cercano a mí.
Por eso, cuándo me planteé escribir unas líneas e ilustrar este tiempo de Semana Santa con una imagen de Jesús en su Pasión, me encontré con el tremendo dilema de encontrar precisamente una imagen que me sirviera para expresar esa sensación que alberga mi interior.
No ha sido fácil. Reconozco que he sentido cierta frustración en esa búsqueda porque he caído en la cuenta de que algunas de las imágenes, esculturas y tallas de Jesucristo o incluso de La Virgen, que había admirado por su singular belleza, en el fondo no me habían expresado nada más. Simplemente me dejé embaucar por cuestión de estética y también por su valor artístico.
Pero como bien se dice, a menudo la búsqueda, viene acompañada de la providencia, y una vez más he de decir que, lo que debía ser buscado, debía ser hallado y, por supuesto, contado.
Entre mis fotografías de la Semana Santa vallisoletana, apareció una especialmente significativa. Era de una talla de un escultor contemporáneo que salió por primera vez en procesión en el año 2004 en Valladolid. No recordaba su nombre y tuve que mirarlo en un folleto: se trataba de “ El Cristo de La humildad”.
Me llamó la atención porque recordaba perfectamente haberlo contemplado con cierta abstracción cuándo lo vi salir en la procesión de Viernes Santo.
Esa postura humilde, efectivamente. Despojado de apegos, vestiduras...entregándose voluntariamente a la suerte que debía correr.
Y recordé también su mirada, perdida en ese punto difuso que nacía en la planta de sus pies, justamente en el lugar desde el cual yo le veía pasar en andas llevado por los cofrades.
Pero fue al contemplar la fotografía más detenidamente cuándo, de esa imagen, surgió un sentimiento. Aquello que no había encontrado con anterioridad.
He de decir que, ha hecho falta algo más que simple vista. He necesitado mirar de otro modo. De dentro afuera, y de afuera, otra vez adentro. Esa ha sido la clave. Es algo complejo de comprender, lo sé, pero trataré de explicarme.
El Cristo de La Humildad, por su naturalidad y sencillez, cuándo lo vi de nuevo en la fotografía, me invitó a contemplarlo con serenidad desde mi interior. De dentro afuera. Después de eso, mi espíritu se abrió y de esa observación de lo exterior, surgió un sentimiento. De afuera, otra vez adentro. Dicho de manera simple: necesité que interiormente naciera serenamente el deseo de reconocer a Jesús en esa imagen para seguidamente preguntarme qué quería decirme con esa mirada y su actitud sumisa. Y fue así como, de pronto, surgió la compasión y la profunda pena, dos sentimientos unidos y comprensibles para quienes como cristianos tenemos conocimiento del sacrificio que hizo por nosotros.
En ese rostro perdido entre la vaguedad del vacío, me fue fácil ver el tremendo esfuerzo humano que Jesús hizo por nosotros, despojándose de todo de sí mismo para encomendarse a la voluntad de Dios, su Padre.
Pero quizá, el sentimiento más revelador, fue descubrir en esa mirada y postura melancólica, un profundo amor a través de un pensamiento que escuché desde mi interior como un susurro:
– Te quiero tanto que estoy dispuesto a sufrir esta tortura por ti y por todos aquellos que en mí, deseáis ver a Dios...
Alguien puede pensar que he tenido una experiencia mística. Créanme, no es así. No creo estar a un nivel espiritual tan alto como para tener la suerte de tener esas experiencias, pero sí creo por el contrario tener un corazón dispuesto a escuchar a Dios aunque no lo haga siempre o lo escuche con demasiados ruidos personales.
No fue algo místico descubrir ese sentimiento en la imagen de “ El Cristo de la humildad”, simplemente dejé que su mirada hablara a mi corazón y eso fue, simplemente, lo que escuché.
Siempre se puede escuchar más, también menos o incluso nada, pero en cualquier caso, dependerá de nosotros. Yo, mismamente, pude ver en este Cristo humilde, una bella talla de madera magistralmente esculpida y cuidadosamente policromada para ser admirada dentro de ese conjunto procesional al que, por esas cosas de las catalogaciones, en mi ciudad llaman “ bien de interés turístico nacional”, sin más inquietud espiritual ni personal, sin embargo, me he dado cuenta que eso, para mí, ahora es lo de menos. Y, doy gracias por haberlo descubierto.
La Semana Santa, qué quieren que les diga, es otra cosa. Es mucho más que procesiones e imágenes llevadas en andas por las calles, es la imagen de Dios en su hijo Jesús, soportando el más profundo dolor por amor a nosotros, a todos los que nos hacemos llamar cristianos.
Así pues, y si de algo sienten que les puede servir esta reflexión, cuándo esta Semana Santa vean una imagen de Cristo crucificado, de Nazareno, o de la Virgen, háganlo al margen de sus vestiduras aterciopeladas o bordadas en oro y de su valor artístico. Deje que les hable su mirada, su expresión...ahí reside la espiritualidad y el sentimiento que les debe brotar como cristianos siempre. Todo lo demás, son meros adornos que ensalzan la imagen pero también pueden deslumbrar y desenfocar nuestra fé y espiritualidad. Tengámoslo al menos en cuenta. Nos lo debemos a nosotros mismos pero, sobre todo...A DIOS.
Pilar Martinez