lunes, 15 de marzo de 2010

Miguel Delibes, ¡ gracias¡


El otro día, cuando supe que tu vida había consumido su último segundo, sentí que yo también había consumido toda esperanza de conocerte en persona.
Para tí , y permiteme que te tutee, maestro, este hecho pasó inadvertido porque yo simplemente era alguien que hacía bulto entre la infinidad de lectores y escritores que te admirabamos, sin embargo para mí fue siempre una ilusión, una de esas quimeras que se suelen tener cuando en tu pequeñez quieres conocer a ese maestro al que le sigues los pasos.
La mañana en que todo el mundo hablaba de tu muerte, escuché mientras iba en el autobus el parloteo de la gente. Unos decían que te habían visto pasear muchas veces por la Acera Recoletos, otros en el Campo Grande, en la Plaza Zorrilla...yo, sin embargo, viviendo como he vivido siempre en nuestro querido Valladolid, nunca te ví en persona. En esos momentos, sentí una envidia tremeda por toda esa gente que afirmaba haberte visto por la calle, y lo sentí porque si bien nunca podré decir que pasé por tu lado alguna vez, tampoco podré decir que tú me viste a mí, y aunque no es esto último lo que más lamento, si que pienso que mucha de esa gente no hubiera agradecido tanto conocerte como lo hubiera hecho yo, porque para ellos tal vez fuiste un gran escritor, un ilustre entre nosotros, sin embargo, para mí, significabas todo eso y algo más; eras el espejo en el que reflejarme, esa pluma ligera y sutil capaz de expresar lo mismo que yo siento cuando miro a mi alrededor.
¡ Lo que hubiera dado por una conversación frente a tí¡ ,¡ cuántas preguntas te hubiera hecho¡,¡ cuánto me habría gustado escucharte...¡
Pero, de algún modo, siempre supe que mi quimera no se realizaría. A menos que me hubiera dado tiempo a publicar mi primer libro y tú, por esas cosas que a veces tiene la casualidad, lo hubieras leído, te hubiera gustado y hubieras querido conocer a su autora, tal vez esa ilusión se hubiera hecho realidad, pero...no ha sido así. Como suele decirse, tarde, mal y nunca, pero así son algunas veces las cosas; escurridizas, ajenas o simplemente a destiempo.
Lo cierto es que, por otro lado, aquellos que sí tuvieron ocasión de conocerte, de tratarte, de tenerte de frente, a raíz de tu muerte, han hablado y hablarán durante mucho tiempo bien de tí. Todo son elogios, todos a la altura de esa talla a la que muy pocos escritores llegan aún escribiendo auténticos best sellers, una talla que no mide ni esa estatura que siempre tuviste, ni la cantidad de libros que escribiste y publicaste, sino la calidad elevada con la que siempre narraste la realidad que te inundó mientras viviste, metiendote en la piel de todas esas realidades humanas y sociales de las que fuiste testigo. Hoy existen muchos escritores, y tú mejor que nadie lo supiste siempre, cuyos libros son convenientes para el negocio editorial, historias estrambóticas, personajes igualmente estrambóticos que muestran lo peor del ser humano porque hoy la sociedad, tan desilusionada con tantas cosas, no quiere historias sencillas sino surrealidades que alimenten sus propias frustraciones.
Yo no quiero ser de esa clase de escritores si es que algún día llego a publicar algo, quiero ser como tú, de verbo sencillo, de historias sencillas al tiempo que reales pero sin caer en retóricas, vulgaridades mucho menos en lo grotesco.
Por eso siempre quise conocerte, para que me dieras una breve clase magistral de cómo no sucumbir a la vanidad de los escritores y ser fiel a uno mismo, a su estilo, al talento innato que no quiere quedarse para si sino para entregarselo a los demás y comprender mejor los intringulis de eso que hacemos llamar, vida...
No pudo ser pero aún así, ¡ gracias¡, gracias por haber vivído tanto y dejar tanto entre nosostros. Gracias por...haberme dado la oportunidad, al menos, de leer tus libros y tus pensamientos. De esas lecturas, Miguel, nació esta modesta escritora. Me queda mucha tinta por derramar si Dios quiere que, con mi talento, haga algo mejor de lo que he hecho hasta ahora, pero siempre serás para mí un referente, un punto y seguido en mis creativas palabras.
Descansa en paz, y, si puedes... escribenos desde el cielo.
Pilar Martinez Fernandez.

domingo, 7 de marzo de 2010

Mucho más que dientes



Desde la infancia más tierna e inocente, siempre fui risueña. Hubo un tiempo en el que perdí mi espontánea sonrisa por una caída infantil que melló mi dentadura. Me convertí en una niña más bien seria, tímida y callada que ocultaba su sonrisa poníendose la mano delante de sus labios.

Lo hacía para protegerme de aquellos que podían herirme con la estupidez propia de la insensiblidad y la superficialidad. Muchas veces, de gente mayor, incluso allegados familiares, escuché decir: - Es guapilla, lo único los dientes.

Al escuchar esto, apretaba la boca para que no se me vieran y dejaba de hablar inmediatamente. Aún así, siempre conserve pese a ese trauma, un jubilo interior que nadie consiguió aplacar. Nunca fui graciosa, ni se me dio bien contar chistes, pero desde siempre fui agradecida con aquello que me hacia gracia y puedo decir que he reído infinitamente muchas más veces que las que he podido llorar hasta hoy y a lo largo de mi vida.

Ciertamente, mi sonrisa sigue siendo la misma, no así mi dentadura. Un dentista arregló a golpe de billetes aquello que un desafortunado golpe de infancia quedó mellado, sin embargo, hoy se que una sonrisa, una bonita sonrisa, precisa bastante más que la estética de una dentadura.

Una sonrisa espontánea y jubilosa, es sinonimo de alegría, sentido del humor, es un instante de felicidad trasnfigurado en un ser humano, tal vez una porción de tiempo demasiado escueta y efímera, pero son los ojos y no la boca los que manifiestan esa leve felicidad.

La mirada de un niño feliz, es única. Le brillan los ojos y le dibuja el rostro de tal manera que hasta cuando le estan mudando los dientes y muestra sus huecos vacíos en las encías, resulta enternecedor.

Lo mismo le ocurre al anciano. Cuando sonríe, sus ojos se empequeñecen picáramente al tiempo que los pliegues de la piel en su rostro rodean su semblante , dejando muchas veces al descubierto su boca ya desdentada, sin embargo, también nos enternece.

El problema de que existan tanta sonrisas calladas, ocultas tras un complejo, tapadas por una mano pegada a la boca, reside en la torpeza manifiesta que tenemos todos a la hora de encuadrar una sonrisa. Trás una sonrisa de modelo publicitario, solo existe imagen. Trás una dentadura perfecta sonriendo, solo existe imagen. Trás una sonrisa espontánea, hay un ser humano con un corazón momentaneamente jubiloso. Creo que, esto, es lo imporante.

Desde la más tierna e inocente infancia, fui una niña risueña. Hoy lo sigo siendo, y si mis dientes no gustan, lo siento. Es señal de que, inquivocamente, no me están mirando a mí ni, por supuesto, a los ojos.

Pilar Martinez Fernandez