Tengo la tremenda suerte de no vivir muy lejos de esa desembocadura, circunstancia que me permite disfrutar del hermoso y calmado discurrir del agua con esa magia que solo la naturaleza es capaz de conjugar para agudizar nuestros sentidos y, a menudo, también abrir nuestro espíritu.
Una de esas veces fue no hace mucho. Era domingo y el sol primaveral otorgaba a la naturaleza un esplendor especial.
Decidí caminar hasta la desembocadura de “ La Esgueva” por una de sus orillas.
Mientras caminaba, me iba fijando en el brillo del agua; centellante y verdosa por ese natural contraste que provoca el reflejo del cielo y el sol en las aguas algo profundas. Era algo hipnotizador. Veía fluir el agua con ese sonido envolvente y a la vez rítmico chapoteando en mis oídos y sentía que armonizaba con la naturaleza. Me sentía a gusto. Pero ocurrió que, en esa abstracción momentánea, algo de repente se coló en mi retina juguetonamente. Al principio, no supe bien definir qué era. Flotaba en el agua y giraba hacía un lado y hacía otro como una culebrilla. Pero, al fijarme mejor, enseguida supe lo que era: una ramita de árbol, delgada y ligera dejándose llevar por la lenta corriente. El agua, tan pronto la elevaba, como la llevaba hacía un lado u otro hundiéndola por su parte más fina. Pareciera que la ramita se dejara mecer por el agua al tiempo que mantenía un pulso con la corriente para que no la dejara varada en la orilla y pudiera continuar su recorrido por el cauce.
Durante unos cuántos metros, decidí aminorar el paso e ir al mismo ritmo que discurría la ramita por el río. Un ritmo lento y sereno, como si no hubiera ninguna prisa por llegar a alguna parte. Pero llegó un momento que, mis pasos, más bien daban la sensación de cansancio en lugar de serenidad y se me ocurrió iniciar un juego: decidí que esa ramita sería “ mi ramita” hasta la desembocadura pero en lugar de seguir su ritmo, iría al mío y esperaría allí a que llegara para verla terminar su recorrido por “ La Esgueva”.
Y así lo hice, aunque lo cierto es que, a lo largo del recorrido, vi otras muchas ramitas que pasé igualmente de largo, algo que me llevó a cuestionarme seriamente sí sería capaz de reconocer mi ramita entre todas aquellas que estaba dejando pasar mientras la corriente las llevaba. Pero me dije que debía confiar en mi memoria, o más bien, en esa capacidad de observación que a menudo se pone en práctica cuándo algo llama nuestra atención y se nos presenta como diferente o singular.
Con estos juguetones propósitos, llegué finalmente hasta la boca de la desembocadura. Un lugar que a mí, en particular, me invita a la contemplación ensimismada del agua y su fuerza liberadora. Situarse en el puente de la esclusa y ver pasar el río bajo tus pies hasta precipitarse en un gran salto para deslizarse después por los escalones de piedra hasta El Pisuerga es, cómo les diría, como si tu quisieras ser esa agua y deslizarte también, zambullirte a pesar de la rapidez, del torrente, de la tremenda fuerza que desarrolla la inercia de esa agua, pero a la vez sintieras miedo de caer, de no ser capaz de emerger y ponerte a salvo. Una extraña atracción que al final te hace caer en la cuenta de lo hermosa que es la naturaleza y lo pequeños que somos ante ella.
Y así, con esta contemplación, esperé a “ mi ramita”. El agua brillaba aún más si cabe por los caprichosos rayos del sol. Veía pasar ramas, palos, trozos de pan que la gente suele tirarles a los patos que nadan río arriba, sin que mi ramita hiciera su aparición. Dudé nuevamente de qué pudiera reconocerla, pero aún así no quise irme de allí. Mi voluntad se empeñaba en esperar apoyada sobre el puente de la esclusa, se resistía a rendirse. Necesitaba saber si llegaba o no hasta el final.
Esperé más o menos veinte minutos hasta que, finalmente, la vi flotando en el agua. Era mi ramita, sí. Delgada y larga, tal y como recordaba haberla visto, sólo que ya no culebreaba ni giraba sobre si misma mecida por la corriente. Iba enfilada y rápida, yo diría que jubilosa, como si supiera que se acercaba el gran salto final de La Esgueva para llegar al gran Pisuerga.
Corrí hacía la otra barandilla del puente para verla saltar y deslizarse por los cinco escalones de piedra, pero no me dio tiempo a verla saltar. Fue más rápida que mi retina. La ví después, sumergida entre la espuma revoltosa del agua para luego acariciar las piedras escalonadas y llegar hasta ese otro discurrir mucho más grande y caudaloso dónde, seguramente, continuó su viaje hacía alguna parte.
Y fue entonces cuándo, esa metáfora en que se había convertido ese juego con la ramita, me enseñó lo que de alguna manera ese día y en ese paseo debía ser aprendido.
Mi ramita, había discurrido por el río dejándose llevar por la corriente aunque algunas veces parecía hacer amagos de revelarse. Pudo quedarse varada en algún tramo del río y no llegar a ese final tan trepidante al que le llevó la propia voluntad del río con su corriente. Pudo hundirse y quedar enganchada en el fondo entre las algas y las piedras o incluso quebrarse y llegar a la desembocadura hecha añicos, sin embargo nada de eso ocurrió: llegó hasta el final. Y he aquí la enseñanza que entendí debía servirme de ejemplo: mi ramita llegó hasta la desembocadura porque de alguna manera, se adaptó a las condiciones del propio río y las aceptó. Su recompensa: un nuevo horizonte abierto, un río aún mayor por el que continuar discurriendo.
Y me dije: yo soy como esa ramita. Fluyo por la vida igualmente a través de un figurado río. No sé dónde desembocaré, sin embargo, sé que tengo que dejar que la vida me lleve, que Dios me lleve. A ratos me revelo, quiero poner mis condiciones y culebreo, le echo un pulso a la corriente pero, en el fondo sé que soy frágil, vulnerable y que puedo quebrarme cuándo los elementos son más fuertes que yo, máxime cuándo no quieren hundirme sino ayudarme a fluir.
Y, de todo esto, llegué a la conclusión que, figuradamente, Dios, es nuestro río y nosotros, cuán ramitas llevadas por su corriente y que, por tanto, debemos confiar y adaptarnos a su voluntad para fluir hacía ese gran proyecto que tiene pensado para cada uno de nosotros.
Puede que cuándo lleguemos a ese gran proyecto, lo intuyamos igual que la ramita al llegar a su Gran Salto, y nos dispongamos a recibirlo jubilosos y con fuerzas renovadas para llevarlo a cabo. O puede que ya lo estemos llevando a cabo o que ya estemos viviendo en plenitud discurriendo serenos. Cada cual como se vea a sí mismo. De cualquier forma, eso fue lo que aprendí, o mejor dicho, lo que me demostró “ mi ramita” a merced de “ La Esgueva”. Una hermosa metáfora de vida. Una lección natural que poder trasladar a cada uno de nosotros.
La naturaleza, es sabia. Y, a menudo, también...un buen ejemplo.
Si alguna vez ven una ramita a merced del agua, fíjense en ella. Quizá les enseñe alguna cosa más, pero lo más probable es que les demuestre que ella, al igual que ustedes, fluye como y hacía dónde Dios quiere. Y que revelarse es tal vez, la forma más rápida de quedarse varado.
Pilar Martinez Fernandez.