miércoles, 11 de febrero de 2009

El baúl de las cosas pequeñas

El baúl de las cosas pequeñas
( Azahar)
Nunca guardé mis cosas en ningún sitio especial. No sé bien porque no lo hice. Quizá porque unas cosas sustituían a otras y no reparé en que algunas de ellas podían ser guardadas en un pequeño espacio como recuerdo. Lo cierto es que tampoco pensé que pudieran tener demasiada importancia en mi vida ni que, con el tiempo, tuvieran más valor del que alcancé a darles en su momento, sin embargo, esa perspectiva ...













...tan ajena con mi pasado y con aquello que en algún momento fueron “ mis cosas”, cambió de repente.
Todo comenzó el día que llegué a la casa de mis padres para pasar un fin de semana. Ellos pasaban una temporada en su casita de la playa. La noche anterior, había hablado con mi madre por teléfono y me comentó que había hecho algunos cambios en mi habitación. Mi madre, es de esas mujeres que cuida hasta el último detalle. No me costó mucho imaginar mi antigua habitación en aquel momento. Bien pintada, con cortinas coordinadas con la colcha de la cama, alguna lamparita, alguna de mis muñecas sobre la cama...Cuándo terminé de hablar con ella, la perspectiva de pasar el fin de semana en la casa de mis padres se hizo aún más apetecible.
Era el tiempo de las cerezas. Lo recuerdo bien. Los cerezos estaban abarrotados. Algunas cerezas estaban por el suelo, otras picoteadas por los pájaros, pero lo más bonito era verlas colgadas del árbol cuán zarcillos rojos. Antes de entrar en casa, no pude resistirme y me comí unas pocas. Estaban deliciosas. En ese punto justo de dulzor afrutado y carnoso.
Con el bolso de viaje en la mano, cruce el umbral de la puerta y subí las escaleras hasta mi habitación.
Al final del pasillo, había una ventana que daba al jardín. Un haz de luz entraba por esa ventana dejando al trasluz las diminutas motas de polvo difusas que flotaban en el pasillo.
Recuerdo que, en aquel instante, me invadió una tremenda soledad. No sé bien porqué. Sabía que no iba a encontrar a mis padres allí, sin embargo, parecía no aceptarlo en ese momento. Fue como si de repente sintiera que no le importaba a nadie. Y fue muy raro porque yo misma había decidido alejarme de todo por unos días. Era totalmente absurdo que sintiera aquello, sin embargo allí estaba, con unas sensaciones que no acertaba a entender. Decidida, caminé hasta mi habitación. En un pequeño taquillón de nogal que había en medio del pasillo, justo enfrente de la puerta de mi habitación, mi madre había puesto una nota encima de un paño de ganchillo. La nota decía: “Armonía, tesoro, te he dejado algo en tu habitación que te gustará. Un beso. Mamá.”
En ese mismo taquillón de nogal, yo misma había dejado una carta a mis padres el día que me marché a la universidad. Algo que, luego, resultó ser también revelador.
Entré en la habitación, pero no encontré nada especial. Nada que pareciera esperar mi atención al primer golpe de vista. La habitación estaba pintada, más o menos como me había imaginado. Había cambiado la cama, pero la mesita y el armario seguían allí, como si el tiempo no hubiera pasado por ellos.
Dejé el bolso de viaje sin más en el suelo y me puse a hacer la cama con las sábanas que me había dejado preparadas mi madre encima de un baúl que, curiosamente, no me llamó la atención hasta que no cogí el almohadón para ponérselo a la almohada y lo vi sin nada encima. - Y ¿ Este baúl....? me pregunté al verlo de pronto. Recordaba haberlo visto antes pero, no en mi habitación. - ¿ Dónde lo has visto, Armonía?, piensa, piensa...recuerdo que me dije. Y, como una foto amarilla, enseguida me vino a la memoria la buhardilla y un rincón en el que a mí me gustaba mucho esconderme. - Es el baúl de la abuela. Sí. ¡Pues claro¡, dije de pronto. De niña, muchas veces, abrí ese baúl. Mi madre tenía guardado en él cosas de mi abuela. Una toquilla de lana, fotografías muy viejas de mi abuelo vestido de soldado, un camafeo de escaso valor con una foto de mi abuelo dentro...Verlo allí de nuevo, en mi habitación, despertó mi curiosidad. Una vez más sentí el peso de la nostalgia.
Dejé la almohada bien colocada en el cabecero y, como una niña traviesa a punto de hacer algo secreto, me puse de rodillas frente al baúl y lo abrí con una llave que estaba engarzada en la cerradura.
No sé realmente lo que me esperaba encontrar. Por un momento pensé que podrían estar aún dentro aquellas cosas de mi abuela, pero no. En su lugar había juegos de sábanas, limpios y cuidadosamente planchados y encima del todo baúl más pequeño. Un poco más grande que una caja de zapatos.
Al verlo, me dije :- Y ¿ Esto?.¿ Qué habrá dentro?. Un baúl con otro baúl dentro. Como una Matrioska.
Y, pensé: ¿ Será esta la sorpresa a la que se refería mi madre?. Y si era así, ¿ Tanto me conocía como para adivinar que abriría el baúl de la abuela para ver su contenido?. Fuera como fuera, en ese momento, la curiosidad no me dejó seguir preguntándome nada. Cogí el pequeño baúl y me senté en la cama. Lo abrí y cual fue mi sorpresa cuándo, aparecieron pequeños objetos que no sólo di por perdidos, sino también olvidados.
Lo primero que cogieron sutilmente mis dedos fue una carta. Reconocí enseguida el sobre. Color sepia con el dibujo de una pluma en la solapa. Era aquella carta, sí. La que escribí antes de irme a la universidad. ¡ Qué casualidad¡. La leí como quien no recordaba lo que había escrito.
“ Queridos papá y mamá: Empiezo la Universidad y estoy un poco asustada. Sé que no me voy de aquí para siempre, que volveré porque ésta es mi casa y vosotros vivís aquí pero os voy a echar mucho de menos. Sólo voy a estudiar, es lo que quiero hacer y lo queréis también vosotros. Madrid está algo lejos pero vendré a menudo. Siempre que pueda. Lo prometo. Me cuidaré bien, pero cuidaros también vosotros. Y no estéis tristes. Soy vuestra hija y os querré siempre allí dónde vaya...Besos. Armonía. “
Mi madre, había guardado esa carta y yo, al leerla de nuevo, sentí el corazón palpitar acongojado y emocionado al mismo tiempo.
Apenas había terminado de doblar de nuevo la carta, cuándo vi otro sobre. Uno blanco sin ninguna dirección ni sello. Naturalmente, saqué la hoja que guardaba en su interior y la desdoblé. Enseguida reparé que estaba escrita de puño y letra de mi madre.
“ Querida Armonía: Hija, escribo hoy esta carta después de volver a releer la tuya en la que te despedías de nosotros. Al leerla de nuevo me han venido muchos recuerdos. Casi todos buenos, pero el tiempo hija, ha pasado tan rápido que...en fin, siento alegría y pena al mismo tiempo. En este pequeño baúl que has encontrado porque de otro modo no estarías leyendo esta carta, hay cosas pequeñas, quizá insignificantes pero han sido tuyas y un poco mías mientras tú las dejabas a un lado. Las he guardado para ti durante todo este tiempo con la esperanza de devolvértelas algún día. Espero hija, que al descubrir lo que guardé mientras crecías y volabas, encuentres el modo de seguir guardándolas, pues la grandeza de una persona, no está en las cosas materiales que logra poseer con el tiempo. A menudo, está en las pequeñas cosas, en aquellas que nos convierten en alguien único y auténtico y que han sido nuestras en algún momento, ayudándonos después a ser lo que somos en el presente. Todo lo que aquí vas a encontrar, fue tuyo, como te he dicho. Tuyo podrá seguir siendo si tú quieres. O puedes deshacerte de ellas, eso, sólo de ti depende. Hagas lo que hagas, será lo correcto. De eso, estoy segura. Con todo mi cariño... Tu madre, Ana.”
Al terminar de leer aquellas líneas escritas, apreté la carta contra mi pecho. Así era mi madre, sólo ella podía escribir algo así y guardar al mismo tiempo tantas cosas del pasado. Ante mí, se abría un baúl, pequeño como ella bien decía, con cosas pequeñas. Lo primero que encontré entre esas cosas, fue una bolsa de tela. Enseguida empecé a recordar. Fue mi primera bolsa del almuerzo. Me la hizo mi madre con tela de Vichy rosa. Las letras bordadas en rojo con mi nombre: “ Armonía” y una flor, resaltaban en la tela. Desde el primer día de colegio, me metió en ella galletas para el recreo. Ya no había galletas dentro, en su lugar, mi madre había metido una muñeca de papel recortable con sus vestidos. Me encantaban “ las mariquitas”. Así las llamaba yo. Tuve muchas, pero allí sólo estaba “ Lola y sus trajes”. Me pareció increíble.
En otro apartado, encontré unas pulseras de plástico. Había cinco, cada una de un color: roja, amarilla, rosa, azul y naranja. Recordé que las compraba en el quiosco del pueblo con mis propinas. Me las llegué a comprar de todos los colores posibles porque todo mi afán era coleccionarlas, tener muchas y ninguna igual.
También encontré una postal. La reconocí enseguida. Fue la primera postal que recibí por correo y el remitente era mi amigo Pablo. Un muchacho que se marchó a vivir a Toulouse y que nunca volví a ver. No fuimos novios. No llegamos a serlo. Fuimos buenos amigos, los mejores, pero nunca averiguamos si pudo haber algo más entre nosotros. En ese momento, con la postal en mis manos y leyendo su dirección, me pregunté muchas cosas.¿ Cómo estaría ahora?. ¿ Tendría familia?. Sentí curiosidad, ganas de volver a saber de él, pero me limité a suspirar y a dejarlo correr. Demasiado tiempo sin saber el uno del otro.
Continué rebuscando y entresacando recuerdos de ese pequeño baúl.
Mi madre, también había guardado mis notas escolares. Encontré un boletín del curso 1975-1976. Las matemáticas no fueron nunca mi fuerte. Las ciencias naturales, sin embargo, eran mis favoritas. Sobresaliente en todas las evaluaciones. Sin duda aquello marcó mi destino hacía la biología.
Pero aún me quedaba otro pequeño recuerdo, uno que yo misma había decidido guardar en un departamento estanco de mi corazón. En una pequeña bolsita de terciopelo, había guardado algo que, sin verlo, intuí de qué se trataba. El corazón empezó a latir deprisa como un loco. Al depositar el contenido en la palma de mi mano, chillé: - No. ¡ El anillo de compromiso de Juan¡. ¡ Lo sabía¡. No comprendí en ese momento, por qué mi madre había guardado algo tan doloroso para mí. Juan y yo, íbamos a casarnos. Lo habíamos pensando todo, la fecha, la iglesia...¡ Todo¡. Pero un accidente de tráfico lo truncó todo. Absolutamente todo. Después de su funeral, me quité el anillo y lo tiré con rabia en mi habitación. Nunca quise volver a recordar aquello. Sólo en ese momento, volvió a mi mente como una instantánea.
No recogí el anillo del suelo cuándo lo tiré. Quedó olvidado en el rincón dónde seguramente fue a parar. Y, pasé página. Una de las más amargas de mi vida. Pero aquello volvía. Volvía al presente, casi insolente.
Con el anillo en la palma de mi mano, casi quemándome, recordé que tenía una inscripción. Instintivamente, sabiendo lo que iba a tener grabado, cogí el anillo con los dedos y leí: Juan & Armonía 18 de marzo 1990. Era nuestra fecha. El día que nos conocimos.Y, como si acabaran de darme una bofetada, rompí a llorar. Aquel recuerdo regresaba sin saber muy bien por qué. Volvía para torturarme, pero ¿ Por qué?, me pregunté. Y, sobre todo ¿ Por qué mi madre me hacía esto?. Ella mejor que nadie sabía que para mí aquello no era grato de recordar. Me enfadé con mi madre en ese momento. Todo había estado bien recordarlo de nuevo, mis pulseras, mis recortables, en fin, todo, todo menos esa maldita bolsa de terciopelo y su contenido.
Pero, no lo había visto todo aún. En la bolsita de terciopelo, había una última cosa: una nota. Un papel muy pequeño en el que Juan, con esa letra tan bonita que tenía, había escrito algo: “ Armonía: desde que nos conocimos, has sido música en mi vida. Que nuestra melodía dure toda nuestra vida. Juan.”
Aquella nota, había estado guardada en esa bolsita desde el mismo día que Juan me regalo ese anillo de compromiso. Una bolsita que sin darme cuenta, al parecer había guardado en algún cajón. Mi madre, en el rescate de “ mis cosas pequeñas”, seguramente la había encontrado y decidió guardar el anillo que encontró igualmente en algún rincón de mi habitación.
Aquello aún empeoró más las cosas. Estaba enfadada, confusa, dolida con la vida. Había sido todo tan ¡ Injusto¡, tan ¡ Frustrante¡. Mi pasado, al menos esa parte de mi pasado, me provocaba tanto rechazo que, recordar, me pareció toda una burla del destino. No alcancé a comprender en ese momento el valor de ese recuerdo. Las madres, a menudo se comportan de manera enigmática. La mía, no obstante, para mí en ese duro trance frente a mis recuerdos, parecía haber traspasado una línea quebradiza con demasiada ligereza.
Enfadada y tremendamente contrariada, volví a guardar todo en el pequeño baúl. El anillo en su bolsita con la nota, también. No quise pensar en ello durante todo el fin de semana. Había ido precisamente a la casa de mis padres para evadirme de la confusión que en esos momentos también tenía mi vida por motivos que si bien no tenían que ver con mi carrera profesional, si los tenían sin embargo por otras cosas que no terminaban de colocarse como debían por miedos, negaciones, pero sobre todo por mi obstinación, una ciega obstinación que me impedía ir más allá y ser feliz.
Pasaron los dos días de mi estancia sin que consiguiera evadirme como había planeado. El baúl de las cosas pequeñas que mi madre me había guardado, había permanecido dentro del baúl de mi abuela con toda la intencionalidad por mi parte. Pero, no logró quitarse de mi pensamiento.
Cuándo volví a hacer mi bolso de viaje para regresar a mi casa de nuevo, por alguna extraña razón, volví a abrir el gran baúl para sacar mi baúl de las cosas pequeñas, como ya había decidido llamarlo gracias a la ocurrencia de mi madre. Al tenerlo entre mis manos, de repente, sentí que aquello era realmente mío, pero no sólo como una posesión, sino como algo mío que decía cosas de mí, cosas que, efectivamente, había olvidado y que había anulado de mi vida pero que, sin embargo, hablaban de mí como si necesitara volver a reconocerme, o mejor dicho, volver a encontrarme a mí misma.
Y, fue entonces cuándo, de pronto, comprendí lo que mi madre trató de hacerme entender desde el principio: primero en su carta y segundo con aquellos objetos, sobre todo con el anillo de Juan.
Todo empezó a revelarse con absoluta claridad. No se trataba sólo de guardar y conservar mis “cosas pequeñas”. Efectivamente, en esas pequeños detalles, o grandes según los ojos y el modo de verlo, estaba yo, lo que fui, lo que me ayudó a ser, lo que ahora era; una mujer que había triunfado en su profesión, en muchas cosas menos en algo importante, vital: en el amor. Primero Pablo y esa postal que nunca tuvo respuesta por mi parte, luego Juan...
Aquella sensación de soledad del primer día que llegué, volvió a materializarse, sólo que esta vez supe por qué. Ese anillo había vuelto a mis manos y me quemaba, pero en lugar de arrojarlo con rabia y con dolor por los recuerdos, entendí que debía hacer otra cosa con él.
Al salir por la puerta, con la bolsita de terciopelo en la mano, caminé hasta los cerezos con una pequeña azada que había cogido del trastero, y, debajo de uno de ellos, cavé un pequeño hoyo y enterré la bolsita de terciopelo con el anillo y la nota.
Al tiempo de volver a poner la tierra en su sitio, me puse en pie, y en voz alta dije: -Adiós, Juan. Mientras estuvimos juntos, fuimos melodía. Tú también fuiste música para mí. Luego todo fue silencio. Ahora, lo mismo que es tiempo de cerezas, es tiempo de seguir haciendo melodía con mi vida. Gracias por darme el compás para continuar...
No lloré. No eran lágrimas lo que pujaba por salir de mi alma sino esperanzas. Esperanzas puestas en ese futuro inmediato que me esperaba en otro lugar.
Era el tiempo de las cerezas, efectivamente. También era tiempo de volver a hacer música con mi vida. Ser melodía para alguien...alguien que llevaba tiempo esperándome. El pasado y esa melodía de amor de otro tiempo, comprendí que era preciso enterrarlo con serenidad para poder continuar y seguir el compás que marca la propia vida.
Respiré y miré los robustos cerezos. Me sentí libre, ligera. Viva.
Después de ese fin de semana, mi vida tuvo un nuevo sentido. Aquél baúl de mis cosas pequeñas, tuvo afortunadamente la culpa. Bueno, él y mi madre, por supuesto.
Antes de montar en mi coche para marchar, hice una última cosa. Entré de nuevo en la casa de mis padres y escribí una nota.
“ Mamá, gracias por guardar “ mis cosas pequeñas”. Las guardaré. No te quepa la menor duda. ¡Ah¡, por cierto. He cogido algunas cerezas para Rubén. La próxima vez que venga, os lo presentaré. Os quiero mucho. Besos. Armonía.”

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